7 feb 2013

Polvos de Camaleón


Un domingo en la plaza principal de un pueblito que como cualquier otro en México tenía una iglesia con ornamentos bañados en oro, un palacio municipal construido de cantera y ahí justo en el centro un kiosco de color rojizo rodeados de un jardín; varios niños correteaban a las palomas y perros, señoras cubiertas con velo salían de misa de doce cumpliendo así con su obligación dominical, ¡Dios no quisiera que se les viera como poco devotas!,  y señores que contaban lo difícil que era trabajar las tierras y como el abusado del ejidatario se había hecho menso al no entregar completo lo que había llegado desde la ciudad de México. 




Y ahí en medio de todo estaba Eulogia con sus tiernos doce años y su vestido rosa parada frente al puesto más colorido del mercado haciéndosele agua la boca por las biznagas, alfajores, garapiñados y glorias, para ella eran regalos de los dioses, ésos que su abuela le contaba existieron hace mucho, pero ya nadie se acordaba de adorarlos.

Estaba pensando en decirle a su hermana Francisca que le comprará alguno cuando vio cómo Juan le hacía señas para que se acercara. Juan, era un muchacho de veintitantos años con ojos miel bañados de ilusión y cada domingo le pedía de favor que le llevara cartas a su enamorada, una muchacha que Eulogia creía estaba de buen ver. Hacia unos tres meses que la andaba haciendo de Celestina, la verdad no lo hacía tanto por el par de tórtolos sino por los chocolates que le daba Juan a manera de pago.

Se acercó a Juan y recibió la carta para llevársela a la enamorada, a veces si el sobre no venia sellado le ganaba la curiosidad y se ponía a leer perdiéndose entre esos susurros que le llegaban como melodías suaves a los oídos. Nunca pudo leer lo de ella porque lo cerraba retebien.

Eran tan sólo tres cuadras las que tenía que caminar hasta el zaguán de la casa de la enamorada, donde ya la  esperaba con impaciente calma. Ése domingo aunque parecía como cualquier otro no lo fue porque mientras Eulogia ya con la carta en mano pasaba por la entrada al mercado, Francisca la detuvo arrebatándole el testimonio de un primer amor y  jalándola como a una muñeca de trapo se fueron a la casa.

Don José venía llegando cuando Francisca le contó que un hombre le había dado una carta a su hermanita, aprovechándose el muy sinvergüenza de que andaba sola, no sabiendo que ella los había estado mirando desde el otro lado de la plaza. Y como lo último  que se puede perder es la honra familiar Don José junto con su esposa, Francisca y Eulogia fueron directito a donde estaba Juan. El pobre  ya estaba asómese y asómese a ver si Eulogia le traía  las letras que le hacían sentir como si trajera hambre en el estómago.

- Usted, ¿Qué anda haciendo dándole cartas de enamorado a mi hija? pues si muy enamorado esta óra cúmplale.- dijo Don José a un incrédulo Juan, aventándole la carta.

- Don José, pero ésa carta no era para su hija, ¡Es una niña! Ella nomás me hace  favor de entregarla. Se la juro por ésta.

Eulogia veía todo con sus ojos grandes y negros, sin entender muy bien todavía todo el relajo que un inocente favor había causado y que como resultado cambiaría su vida para siempre.

Juan tomó la carta cuya magia se había esfumado al posarse ése par de ojos extraños y  leyó: “Mi Leonor: Si en el intervalo de tus ocupaciones mi recuerdo aparece en tu mente ten bien sabido que aquél que te adora con delirio te lleva en su corazón. Siempre tuyo, Juan”.

No hubo razones y explicaciones suficientes para sacar a Don José de tan amargo y trágico error y así fue como entre ambas familias se acordó que Eulogia y Juan se prometían en casamiento. 

Doña Meche, mamá de Juan, fue la más contenta con semejante arreglo, ya que habiendo tenido 5 hijos varones tener una niña en casa, era un sueño que nunca creyó se fuera a realizar, y así la cobijo como a una hija. Eulogia iba con tremendas trenzas y un vestido blanco que pesaba el doble que ella el día de la boda. El evento pasó sin pena ni gloria y en la noche de bodas Eulogia durmió con doña Meche y así hasta que cumplió los quince años y se convirtió en una señorita.

Durante tres años Doña Meche la atendió a todo momento y disfrutaba del precioso regalo caído del cielo. Hasta que Juan empezó a sentir la necesidad de tener a su mujer, porque bien o mal tenía una mujer y por todas las de la ley.

No se podía decir que Eulogia y Juan se odiaran y muy al contrario comenzaron una suerte de complicidad, seguramente por convivir todos los días. La noche que Juan apareció en el umbral de la puerta del cuarto de Doña Meche reclamando lo que por derecho le correspondía fue tomado por todos como algo natural. Doña Meche perdió una hija pero ganó una nuera ésa noche.

La familia de Eulogia tenía un puesto de hierbas y curas al fondo del mercado que paso a manos de ella y Juan. Poco a poco los dos fueron aprendiendo a reconocer el aroma de cada una de las plantas medicinales y cuál era su uso correcto para combatir esas enfermedades que creaba un alma herida, también practicaban un poco de magia blanca para el mal de amores.

Las platicas, risas y miradas de todos los días los fueron haciendo marido y mujer, al poco tiempo Juan olvidó por completo a su Leonor. Tal vez no tuvo la historia de amor que se había escrito para él si ése domingo hubiera sido diferente, pero Eulogia resultó una buena compañera de viaje.

El puesto se hizo conocido por curar el mal de amores entre las señoras y señoritas, por lo que no había día que no se vendiera una de ésas pócimas. Todos los días al caer la noche los dos machacaban camaleones que antes habían puesto a secar hasta que quedaba un polvito fino que luego ponían en frasquitos color ambar.

- Póngale éstos polvitos en la sopita de su señor, y vera como no la deja y si tiene suerte hasta la querrá más. Decía Eulogia cada vez que explicaba cómo usarlos.

A veces, cuando Juan tomaba la sopita que Eulogia le servía, se preguntaba si él también comía esos polvitos de camaleón. 

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