Un domingo en la plaza principal
de un pueblito que como cualquier otro en México tenía una iglesia con
ornamentos bañados en oro, un palacio municipal construido de cantera y ahí
justo en el centro un kiosco de color rojizo rodeados de un jardín; varios niños
correteaban a las palomas y perros, señoras cubiertas con velo salían de misa
de doce cumpliendo así con su obligación dominical, ¡Dios no quisiera que se
les viera como poco devotas!, y señores que
contaban lo difícil que era trabajar las tierras y como el abusado del
ejidatario se había hecho menso al no entregar completo lo que había llegado
desde la ciudad de México.
Y ahí en medio de todo estaba Eulogia
con sus tiernos doce años y su vestido rosa parada frente al puesto más
colorido del mercado haciéndosele agua la boca por las biznagas, alfajores,
garapiñados y glorias, para ella eran regalos de los dioses, ésos que su abuela
le contaba existieron hace mucho, pero ya nadie se acordaba de adorarlos.
Estaba pensando en decirle a su
hermana Francisca que le comprará alguno cuando vio cómo Juan le hacía señas
para que se acercara. Juan, era un muchacho de veintitantos años con ojos miel
bañados de ilusión y cada domingo le pedía de favor que le llevara cartas a su
enamorada, una muchacha que Eulogia creía estaba de buen ver. Hacia unos tres
meses que la andaba haciendo de Celestina, la verdad no lo hacía tanto por el
par de tórtolos sino por los chocolates que le daba Juan a manera de pago.
Se acercó a Juan y recibió la
carta para llevársela a la enamorada, a veces si el sobre no venia sellado le
ganaba la curiosidad y se ponía a leer perdiéndose entre esos susurros que le
llegaban como melodías suaves a los oídos. Nunca pudo leer lo de ella porque lo
cerraba retebien.
Eran tan sólo tres cuadras las
que tenía que caminar hasta el zaguán de la casa de la enamorada, donde ya
la esperaba con impaciente calma. Ése
domingo aunque parecía como cualquier otro no lo fue porque mientras Eulogia ya
con la carta en mano pasaba por la entrada al mercado, Francisca la detuvo arrebatándole
el testimonio de un primer amor y jalándola como a una muñeca de trapo se fueron
a la casa.
Don José venía llegando cuando
Francisca le contó que un hombre le había dado una carta a su hermanita,
aprovechándose el muy sinvergüenza de que andaba sola, no sabiendo que ella los
había estado mirando desde el otro lado de la plaza. Y como lo último que se puede perder es la honra familiar Don
José junto con su esposa, Francisca y Eulogia fueron directito a donde estaba
Juan. El pobre ya estaba asómese y asómese
a ver si Eulogia le traía las letras que
le hacían sentir como si trajera hambre en el estómago.
- Usted, ¿Qué anda haciendo
dándole cartas de enamorado a mi hija? pues si muy enamorado esta óra
cúmplale.- dijo Don José a un incrédulo Juan, aventándole la carta.
- Don José, pero ésa carta no era
para su hija, ¡Es una niña! Ella nomás me hace favor de entregarla. Se la juro por ésta.
Eulogia veía todo con sus ojos
grandes y negros, sin entender muy bien todavía todo el relajo que un inocente
favor había causado y que como resultado cambiaría su vida para siempre.
Juan tomó la carta cuya magia se
había esfumado al posarse ése par de ojos extraños y leyó: “Mi Leonor: Si en el intervalo de tus
ocupaciones mi recuerdo aparece en tu mente ten bien sabido que aquél que te
adora con delirio te lleva en su corazón. Siempre tuyo, Juan”.
No hubo razones y explicaciones
suficientes para sacar a Don José de tan amargo y trágico error y así fue como entre
ambas familias se acordó que Eulogia y Juan se prometían en casamiento.
Doña Meche, mamá de Juan, fue la
más contenta con semejante arreglo, ya que habiendo tenido 5 hijos varones
tener una niña en casa, era un sueño que nunca creyó se fuera a realizar, y así
la cobijo como a una hija. Eulogia iba con tremendas trenzas y un vestido
blanco que pesaba el doble que ella el día de la boda. El evento pasó sin pena
ni gloria y en la noche de bodas Eulogia durmió con doña Meche y así hasta que
cumplió los quince años y se convirtió en una señorita.
Durante tres años Doña Meche la
atendió a todo momento y disfrutaba del precioso regalo caído del cielo. Hasta
que Juan empezó a sentir la necesidad de tener a su mujer, porque bien o mal tenía
una mujer y por todas las de la ley.
No se podía decir que Eulogia y
Juan se odiaran y muy al contrario comenzaron una suerte de complicidad,
seguramente por convivir todos los días. La noche que Juan apareció en el
umbral de la puerta del cuarto de Doña Meche reclamando lo que por derecho le
correspondía fue tomado por todos como algo natural. Doña Meche perdió una hija
pero ganó una nuera ésa noche.
La familia de Eulogia tenía un
puesto de hierbas y curas al fondo del mercado que paso a manos de ella y Juan.
Poco a poco los dos fueron aprendiendo a reconocer el aroma de cada una de las plantas
medicinales y cuál era su uso correcto para combatir esas enfermedades que
creaba un alma herida, también practicaban un poco de magia blanca para el mal
de amores.
Las platicas, risas y miradas de
todos los días los fueron haciendo marido y mujer, al poco tiempo Juan olvidó por
completo a su Leonor. Tal vez no tuvo la historia de amor que se había escrito
para él si ése domingo hubiera sido diferente, pero Eulogia resultó una buena
compañera de viaje.
El puesto se hizo conocido por
curar el mal de amores entre las señoras y señoritas, por lo que no había día
que no se vendiera una de ésas pócimas. Todos los días al caer la noche los dos
machacaban camaleones que antes habían puesto a secar hasta que quedaba un
polvito fino que luego ponían en frasquitos color ambar.
- Póngale éstos polvitos en la
sopita de su señor, y vera como no la deja y si tiene suerte hasta la querrá
más. Decía Eulogia cada vez que explicaba cómo usarlos.
A veces, cuando Juan tomaba la
sopita que Eulogia le servía, se preguntaba si él también comía esos polvitos
de camaleón.
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