25 feb 2013

Días complicados

DES- ESPERANZA

1 2 3 PROBANDO, ALGUIEN DEL OTRO LADO CON QUIÉN COMPARTIR...

7 feb 2013

Polvos de Camaleón


Un domingo en la plaza principal de un pueblito que como cualquier otro en México tenía una iglesia con ornamentos bañados en oro, un palacio municipal construido de cantera y ahí justo en el centro un kiosco de color rojizo rodeados de un jardín; varios niños correteaban a las palomas y perros, señoras cubiertas con velo salían de misa de doce cumpliendo así con su obligación dominical, ¡Dios no quisiera que se les viera como poco devotas!,  y señores que contaban lo difícil que era trabajar las tierras y como el abusado del ejidatario se había hecho menso al no entregar completo lo que había llegado desde la ciudad de México. 




Y ahí en medio de todo estaba Eulogia con sus tiernos doce años y su vestido rosa parada frente al puesto más colorido del mercado haciéndosele agua la boca por las biznagas, alfajores, garapiñados y glorias, para ella eran regalos de los dioses, ésos que su abuela le contaba existieron hace mucho, pero ya nadie se acordaba de adorarlos.

Estaba pensando en decirle a su hermana Francisca que le comprará alguno cuando vio cómo Juan le hacía señas para que se acercara. Juan, era un muchacho de veintitantos años con ojos miel bañados de ilusión y cada domingo le pedía de favor que le llevara cartas a su enamorada, una muchacha que Eulogia creía estaba de buen ver. Hacia unos tres meses que la andaba haciendo de Celestina, la verdad no lo hacía tanto por el par de tórtolos sino por los chocolates que le daba Juan a manera de pago.

Se acercó a Juan y recibió la carta para llevársela a la enamorada, a veces si el sobre no venia sellado le ganaba la curiosidad y se ponía a leer perdiéndose entre esos susurros que le llegaban como melodías suaves a los oídos. Nunca pudo leer lo de ella porque lo cerraba retebien.

Eran tan sólo tres cuadras las que tenía que caminar hasta el zaguán de la casa de la enamorada, donde ya la  esperaba con impaciente calma. Ése domingo aunque parecía como cualquier otro no lo fue porque mientras Eulogia ya con la carta en mano pasaba por la entrada al mercado, Francisca la detuvo arrebatándole el testimonio de un primer amor y  jalándola como a una muñeca de trapo se fueron a la casa.

Don José venía llegando cuando Francisca le contó que un hombre le había dado una carta a su hermanita, aprovechándose el muy sinvergüenza de que andaba sola, no sabiendo que ella los había estado mirando desde el otro lado de la plaza. Y como lo último  que se puede perder es la honra familiar Don José junto con su esposa, Francisca y Eulogia fueron directito a donde estaba Juan. El pobre  ya estaba asómese y asómese a ver si Eulogia le traía  las letras que le hacían sentir como si trajera hambre en el estómago.

- Usted, ¿Qué anda haciendo dándole cartas de enamorado a mi hija? pues si muy enamorado esta óra cúmplale.- dijo Don José a un incrédulo Juan, aventándole la carta.

- Don José, pero ésa carta no era para su hija, ¡Es una niña! Ella nomás me hace  favor de entregarla. Se la juro por ésta.

Eulogia veía todo con sus ojos grandes y negros, sin entender muy bien todavía todo el relajo que un inocente favor había causado y que como resultado cambiaría su vida para siempre.

Juan tomó la carta cuya magia se había esfumado al posarse ése par de ojos extraños y  leyó: “Mi Leonor: Si en el intervalo de tus ocupaciones mi recuerdo aparece en tu mente ten bien sabido que aquél que te adora con delirio te lleva en su corazón. Siempre tuyo, Juan”.

No hubo razones y explicaciones suficientes para sacar a Don José de tan amargo y trágico error y así fue como entre ambas familias se acordó que Eulogia y Juan se prometían en casamiento. 

Doña Meche, mamá de Juan, fue la más contenta con semejante arreglo, ya que habiendo tenido 5 hijos varones tener una niña en casa, era un sueño que nunca creyó se fuera a realizar, y así la cobijo como a una hija. Eulogia iba con tremendas trenzas y un vestido blanco que pesaba el doble que ella el día de la boda. El evento pasó sin pena ni gloria y en la noche de bodas Eulogia durmió con doña Meche y así hasta que cumplió los quince años y se convirtió en una señorita.

Durante tres años Doña Meche la atendió a todo momento y disfrutaba del precioso regalo caído del cielo. Hasta que Juan empezó a sentir la necesidad de tener a su mujer, porque bien o mal tenía una mujer y por todas las de la ley.

No se podía decir que Eulogia y Juan se odiaran y muy al contrario comenzaron una suerte de complicidad, seguramente por convivir todos los días. La noche que Juan apareció en el umbral de la puerta del cuarto de Doña Meche reclamando lo que por derecho le correspondía fue tomado por todos como algo natural. Doña Meche perdió una hija pero ganó una nuera ésa noche.

La familia de Eulogia tenía un puesto de hierbas y curas al fondo del mercado que paso a manos de ella y Juan. Poco a poco los dos fueron aprendiendo a reconocer el aroma de cada una de las plantas medicinales y cuál era su uso correcto para combatir esas enfermedades que creaba un alma herida, también practicaban un poco de magia blanca para el mal de amores.

Las platicas, risas y miradas de todos los días los fueron haciendo marido y mujer, al poco tiempo Juan olvidó por completo a su Leonor. Tal vez no tuvo la historia de amor que se había escrito para él si ése domingo hubiera sido diferente, pero Eulogia resultó una buena compañera de viaje.

El puesto se hizo conocido por curar el mal de amores entre las señoras y señoritas, por lo que no había día que no se vendiera una de ésas pócimas. Todos los días al caer la noche los dos machacaban camaleones que antes habían puesto a secar hasta que quedaba un polvito fino que luego ponían en frasquitos color ambar.

- Póngale éstos polvitos en la sopita de su señor, y vera como no la deja y si tiene suerte hasta la querrá más. Decía Eulogia cada vez que explicaba cómo usarlos.

A veces, cuando Juan tomaba la sopita que Eulogia le servía, se preguntaba si él también comía esos polvitos de camaleón. 

4 feb 2013

COSTUMBRE MISERABLE

Las agujas del reloj de pared que heredaste de tu abuela marcan ya las dos de la tarde, aquél que señala las mismas veinticuatro horas que durante siete días a la semana marcan la rutina que aprendiste de tu madre, y ella de su madre, y la madre de tu madre de su madre y así hasta llegar a ésas primeras mujeres. Sientes las cadenas invisibles que las unen y las hacen una sola mujer.

Piensas en tomar un segundo para descansar y sentir como tu cadera y piernas cansadas se hunden en el poco acolchado que le queda al sillón grande de tu sala; que ya va para los doce años, los mismos que llevas casada con Pedro.  En el mismo segundo que lo piensas te das cuenta de que es hora de ir a recoger a Lucía y a  Laura de la escuela, así que tomas el monedero, las llaves de la casa y a Pedrito mientras esperas que aunque llevé su nombre no heredé su carácter. Das gracias a Dios de habértelo mandado, sino la voz de Pedro de no darle un machito te hubiera taladrado la cabeza hasta el día que te fueras de éste mundo.

Llega la hora de comida y Pedro de nuevo viene de mal humor porque está cansado y presionado por el trabajo; es que él sí tiene un trabajo de verdad. Te lo ha repetido hasta el hartazgo cada vez que no haces bien lo que por costumbre te toca. Muchas veces recuerdas los tiempos en los que trabajabas y te parece que han pasado más de cien años. Tus ganas terribles de comerte al mundo se esfumaron entre platos sucios.

Todos los viernes Pedro llega tarde a la casa porque se va con sus amigos a echarse unas cervezas y cada vez que asomas un tímido reclamo te contesta que es porque necesita su espacio. Piensas lo mucho que te gustaría que te invitara a tomártelas con él y es que nunca pensaste que las idas al cine y a cenar sólo serían mientras eran novios.

Todavía recuerdas lo enojado que estaba cuando en los quince años de su sobrina tomaste unas cubas y poco a poco comenzaste a sentir las vibraciones de la música mezcladas con los movimientos de tu cuerpo mientras soltabas tu espíritu, pero el momento dura poco porque él te toma fuertemente del brazo llevándote a la mesa.

Durante todo el camino a casa no te dirige la mirada porque no lo mereces. Cruzan el umbral de la puerta de entrada antecedida por la reja de hierro macizo hecha para protegerlos de los robos, aunque en ése momento es un signo innegable de que vives en una prisión a la que llamas hogar.  Te empuja y caes sobre la cama,  con los ojos encendidos te reclama por haberlo avergonzado.

No hay otra cosa que odies más que los domingos, no toleras tener que ir con su familia y volverte la sirvienta ya no sólo de él y tus hijos, sino de todos ellos. Las mujeres ahí se encargan de la comida y cuidar a los hijos mientras los hombres ven el futbol o hablan de cosas de “hombres”. Al terminar la comida toca lavar los platos y aprovechas para hablar con Inés, tu cuñada y te das cuenta que todo podría ser peor. Te platica que otra vez encontró a Mario con otra, esta vez saliendo del cine a plena luz del día, ya ni siquiera se preocupa porque lo cache. Al menos Pedro nunca te engaño ya de casados, porque sí anduvo con su compañera de trabajo mientras eran novios, pero él te jura que no está enamorado y tú le crees. A los pocos meses te pide que se casen y no cabes de la felicidad.

Es el día de la boda, suena el primer baile de casados y no puedes esperar por irte y finalmente estar con Pedro. Tu prima te acompaño a comprar lencería bonita y gastas parte del finiquito que te da la empresa a la que acabas de renunciar. Pedro siempre quiso que su esposa fuera ama de casa y se dedicara por completo a los hijos; además él te puede ofrecer lo necesario y así se lo asegura a tus papás el día que te pide. Ahora sabes que a veces  se gasta parte de la quincena en parrandas y por eso tú siempre tienes un guardadito.

Una vez a la semana tienes sexo  y es parecido a caminar sin zapatos sobre hielo, el frío te cala en lo más profundo del alma. Primero te pregunta si te vas a bañar porque tiene la manía de que estés limpia, como si le diera asco probar tu verdadero sabor, no ése que te deja el jabón. Comienza a tocarte rápidamente sin darse el tiempo de sentir tu piel, pasan unos minutos y se desabrocha el pantalón, te quita la blusa y comienza a tocar tus senos como panes que hay que amasar fuertemente, no te gusta pero no dices nada. Sus besos te ahogan y su lengua parece una bailarina sin gracia. Piensas que falta poco para que se desnude por completo, suba encima de ti y abra tus piernas para estar dentro. Puedes contar uno, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta. Sus jadeos cesan y todo termina mientras te da un beso en la frente. Se para de la cama y ahora es él quien se baña para quitar todo rastro del triste número del que acabas de ser testigo.

Es medianoche y de nuevo estas en la cocina, con el frasco de pastillas en la mano mientras te preguntas si él notará tú ausencia o recordará tú presencia.

Abres la vitrina y tomas un vaso del juego de la vajilla de bodas, te sirves agua, abres el frasco y cuentas quince pastillas, justo las que necesitas para alzar el vuelo de una buena vez. Estas parada en medio de esa fría cocina y ves tú reflejo en la ventana, pareces una sombra gris casi sin forma y te asusta.

Avanzan las manecillas del reloj de pared mientras vas enumerando los buenos recuerdos, los puedes contar con los dedos de una mano y todos incluyen a Lucía, Laura y Pedrito. Respiras hondo, muy hondo y devuelves una por una las pastillas a su frasco, las mismas que seguramente volverás a contar.