Despertó y aún con la visión borrosa
lo vio acostado a su lado, su pecho bajaba y subía acompasando su respiración
tranquila, pero lo único que ella percibió fue lo soso que le pareció; tanto que
no se le antojó despertarlo cómo era su manera habitual, toquetearlo un poco
por ahí y por allá, al final sólo necesitaba un poco de estímulo hasta el asta
izará la bandera. Él era su Primero y habían estado juntos ya por mucho tiempo,
aunque al final eso del tiempo es algo de lo más subjetivo. Ése día mientras
desayunaban se lo dijo, ya no estaba enamorada y le daría unos días para que
buscara dónde quedarse.
Entró al baño y un par de lágrimas rodaron
por su rostro las mismas que se secaron más rápido de lo que tardaron en salir.
Lo mejor del Segundo eran las
pláticas hasta el amanecer, sentía que podía hablar de cualquier cosa, desde
debates a muerte sobre si Dios existía o no hasta las ideas más banales y
estúpidas que habían tenido durante el día. Los besos no eran tan necesarios
porque la boca la usaban para hablar y las manos para hacer gestos que
acompañaran las palabras. Un día mientras charlaban se dio cuenta que los temas
habían acabado y así, en medio de la noche le dijo que era hora de buscarse
otro lugar para vivir.
Pronto llegó el Tercero, en dónde el
sexo era el elemento común en todas las ecuaciones, lo hacían si la película
era buena o mala, si la cena estaba rica o se había quemado, si el equipo de él
ganaba o perdía, si estaba lloviendo o si hacía un calor insoportable; tener
sexo se volvió en el único desenlace para todos esos eventos cotidianos. De
repente comenzó a sentirse aburrida de tantas montadas y misioneros, y le dijo que era hora de que se fuera.
A los pocos meses se presentó el Cuarto
frente a su puerta, era el vecino que vivía dos pisos arriba. Acababa de
mudarse de otra ciudad y estaba desesperado por conectarse con su nuevo mundo.
Todo pasó tan rápido que de pronto sus cajones se impregnaron con olor a
hombre, había libros regados por ahí que no eran de ella, no recordaba la
última vez que había podido dormir a sus anchas y mucho menos cuándo había
tomando un baño sin sentir que la miraban. Ésa noche cuando él llegó ya lo
esperaba una caja acompañada de una cara que gritaba que ya habían terminado.
Un vaso se estrelló contra la puerta,
era la tercera vez ésta semana. Lo que más la enojó es que era de sus vasos
favoritos y ni siquiera sabía el porqué de la pelea. Su visión desde que estaba
con el Quinto se había vuelto dicromática, todo era blanco o negro, o mejor
dicho rojo sangre o rosa amor. Había tenido las mejores risas de su vida y las
miradas más melosas aunque también de su boca habían salido los insultos más
hirientes y la indiferencia más fría que a veces duraba días. El punto de
quiebre fue cuando la ignoró toda la noche en aquel bar, por lo que decidió
tomar un taxi y nunca más responder un llamado de él.
Habían pasado ochocientos cincuenta
días con él, su Sexto, que se sentía como un equilibrio perfecto. Las peleas se
podían hablar tranquilamente y los enojos duraban apenas unas horas que pronto
se disolvían con algún beso tierno. Las pláticas fluían y parecía que las
palabras formaban sinfonías de horas y horas. Durante el día podía olerlo a él
sobre todo su cuerpo, sólo bastaba ponerse su brazo sobre la nariz para
recordar cómo habían intercambiado un lenguaje secreto durante toda la noche,
un lenguaje que únicamente él y ella habían aprendido a hablar. Lo mejor era la
sensación de estar compartiendo.
Había sido un día pesado y sabía que
detrás de la puerta la esperaba el remedio perfecto, una cerveza bien fría
servida con unos besos que seguían teniendo magia, pero en su lugar encontró un
par de maletas y cajas en el pasillo. Sintió que su estomago se cerró, sus
manos se durmieron y las piernas perdieron el piso porque entendió que pronto
escucharía salir de una boca que sólo por esta vez no sería la de ella, la
frase: se termino.