4 feb 2013

COSTUMBRE MISERABLE

Las agujas del reloj de pared que heredaste de tu abuela marcan ya las dos de la tarde, aquél que señala las mismas veinticuatro horas que durante siete días a la semana marcan la rutina que aprendiste de tu madre, y ella de su madre, y la madre de tu madre de su madre y así hasta llegar a ésas primeras mujeres. Sientes las cadenas invisibles que las unen y las hacen una sola mujer.

Piensas en tomar un segundo para descansar y sentir como tu cadera y piernas cansadas se hunden en el poco acolchado que le queda al sillón grande de tu sala; que ya va para los doce años, los mismos que llevas casada con Pedro.  En el mismo segundo que lo piensas te das cuenta de que es hora de ir a recoger a Lucía y a  Laura de la escuela, así que tomas el monedero, las llaves de la casa y a Pedrito mientras esperas que aunque llevé su nombre no heredé su carácter. Das gracias a Dios de habértelo mandado, sino la voz de Pedro de no darle un machito te hubiera taladrado la cabeza hasta el día que te fueras de éste mundo.

Llega la hora de comida y Pedro de nuevo viene de mal humor porque está cansado y presionado por el trabajo; es que él sí tiene un trabajo de verdad. Te lo ha repetido hasta el hartazgo cada vez que no haces bien lo que por costumbre te toca. Muchas veces recuerdas los tiempos en los que trabajabas y te parece que han pasado más de cien años. Tus ganas terribles de comerte al mundo se esfumaron entre platos sucios.

Todos los viernes Pedro llega tarde a la casa porque se va con sus amigos a echarse unas cervezas y cada vez que asomas un tímido reclamo te contesta que es porque necesita su espacio. Piensas lo mucho que te gustaría que te invitara a tomártelas con él y es que nunca pensaste que las idas al cine y a cenar sólo serían mientras eran novios.

Todavía recuerdas lo enojado que estaba cuando en los quince años de su sobrina tomaste unas cubas y poco a poco comenzaste a sentir las vibraciones de la música mezcladas con los movimientos de tu cuerpo mientras soltabas tu espíritu, pero el momento dura poco porque él te toma fuertemente del brazo llevándote a la mesa.

Durante todo el camino a casa no te dirige la mirada porque no lo mereces. Cruzan el umbral de la puerta de entrada antecedida por la reja de hierro macizo hecha para protegerlos de los robos, aunque en ése momento es un signo innegable de que vives en una prisión a la que llamas hogar.  Te empuja y caes sobre la cama,  con los ojos encendidos te reclama por haberlo avergonzado.

No hay otra cosa que odies más que los domingos, no toleras tener que ir con su familia y volverte la sirvienta ya no sólo de él y tus hijos, sino de todos ellos. Las mujeres ahí se encargan de la comida y cuidar a los hijos mientras los hombres ven el futbol o hablan de cosas de “hombres”. Al terminar la comida toca lavar los platos y aprovechas para hablar con Inés, tu cuñada y te das cuenta que todo podría ser peor. Te platica que otra vez encontró a Mario con otra, esta vez saliendo del cine a plena luz del día, ya ni siquiera se preocupa porque lo cache. Al menos Pedro nunca te engaño ya de casados, porque sí anduvo con su compañera de trabajo mientras eran novios, pero él te jura que no está enamorado y tú le crees. A los pocos meses te pide que se casen y no cabes de la felicidad.

Es el día de la boda, suena el primer baile de casados y no puedes esperar por irte y finalmente estar con Pedro. Tu prima te acompaño a comprar lencería bonita y gastas parte del finiquito que te da la empresa a la que acabas de renunciar. Pedro siempre quiso que su esposa fuera ama de casa y se dedicara por completo a los hijos; además él te puede ofrecer lo necesario y así se lo asegura a tus papás el día que te pide. Ahora sabes que a veces  se gasta parte de la quincena en parrandas y por eso tú siempre tienes un guardadito.

Una vez a la semana tienes sexo  y es parecido a caminar sin zapatos sobre hielo, el frío te cala en lo más profundo del alma. Primero te pregunta si te vas a bañar porque tiene la manía de que estés limpia, como si le diera asco probar tu verdadero sabor, no ése que te deja el jabón. Comienza a tocarte rápidamente sin darse el tiempo de sentir tu piel, pasan unos minutos y se desabrocha el pantalón, te quita la blusa y comienza a tocar tus senos como panes que hay que amasar fuertemente, no te gusta pero no dices nada. Sus besos te ahogan y su lengua parece una bailarina sin gracia. Piensas que falta poco para que se desnude por completo, suba encima de ti y abra tus piernas para estar dentro. Puedes contar uno, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta. Sus jadeos cesan y todo termina mientras te da un beso en la frente. Se para de la cama y ahora es él quien se baña para quitar todo rastro del triste número del que acabas de ser testigo.

Es medianoche y de nuevo estas en la cocina, con el frasco de pastillas en la mano mientras te preguntas si él notará tú ausencia o recordará tú presencia.

Abres la vitrina y tomas un vaso del juego de la vajilla de bodas, te sirves agua, abres el frasco y cuentas quince pastillas, justo las que necesitas para alzar el vuelo de una buena vez. Estas parada en medio de esa fría cocina y ves tú reflejo en la ventana, pareces una sombra gris casi sin forma y te asusta.

Avanzan las manecillas del reloj de pared mientras vas enumerando los buenos recuerdos, los puedes contar con los dedos de una mano y todos incluyen a Lucía, Laura y Pedrito. Respiras hondo, muy hondo y devuelves una por una las pastillas a su frasco, las mismas que seguramente volverás a contar. 

1 comentario:

[.Moi.] (. @szanyuku ) dijo...

ouch... =/

(cuantas historias asi andan rodando por allí...)