23 jul 2013

ALICANTE POR SIEMPRE

Fue en el mes de Mayo cuando tus ojos tropezaron con los míos, el día que los conocí fue el mismo que me perdí a mi misma. Tenía dieciocho años y ya estaba en búsqueda de marido porque mi útero comenzaba a palpitar, ansioso de albergar alguna criatura. No te voy a mentir, pensé que tendría un casamiento arreglado con algún muchacho sencillo que me ofreciera un futuro modesto, alguien con quien envejecer tranquilamente. Sin embargo, en el cielo ya se había trazado algo muy distinto.

Atravesaste el salón seguro de ti mismo, tomaste mi mano y sentí tu tacto áspero con olor a tintas; me arrastraste al centro del baile. Tus pasos y los míos se volvieron uno, podía sentir tu aliento en mi oreja y la verdad  estabas más cerca de mí que lo permitido por la moral en esos días, tanto que pude sentir tu sexo ensanchándose en mi muslo. Era la primera vez que tenía un contacto así, las piernas me temblaban y sino fuera por lo fuerte que me sujetabas seguramente me hubiera ido de bruces hasta el suelo. Al terminar la canción, me soltaste rápidamente, inclinaste la cabeza y rozaste con tus labios mi mejilla susurrando un gracias mientras te alejabas, dejándome apenas con el tiempo suficiente  para recuperar el equilibrio. Yo me quedé con ganas de más, ése fue el problema, yo siempre quise más de ti y tú te diste muy poco. 

No tarde en saber quién eras, las muchas mujeres que habían pasado por tus sábanas, eras un artista y yo ignorante de tu profesión no entendí a qué se refería la palabra; los años me fueron enseñando que eras la pasión, el extremo de fusión y lejanía, inestabilidad, capricho e insolencia, pero así y todo te amé con cada una de mis células, tejidos, músculos y sentidos. Te busqué hasta encontrarte y entonces me vendí como la mejor de las mujeres, aquélla que estaría siempre para ti respetando tus espacios sin ningún reclamo, tú me creíste y te juró que yo también.

Comenzaste a visitarme cada sábado con el permiso de mis padres pero poco a poco aprendí a mentirles para  poder pasar más tiempo en tu compañía. Todas las noches se convirtieron en visitas al bar, ésa pocilga, dónde tú y otros virtuosos se reunían para hablar del comunismo y otras barbaridades que aunque entendía me parecían nimiedades. El olor a puro teñía mis ropas mareándome hasta el punto donde lo único que me interesaba era mirar tus ojos enmarcados con gruesos lentes; y escuchar el sonido que salía de tus labios delgados pero perfectamente delineados. Cuando la velada me parecía insoportable y  el lugar se encontraba casi desierto, me colgaba a tu cuello, entonces  tú me decías, ¡Quieta niña! y yo te suplicaba que nos fuéramos a estar solos, a comunicarnos a través del alma. Te despedías solemne de tus colegas envueltos en sus trajes de artistas y nos íbamos.

Al llegar a casa me veía al espejo y no me reconocía, porque tú mirada le dio nombre de atributos a todo lo que me conformaba como mujer. Mis ojos me parecieron de pronto profundos y llenos de luz, mi piel  tersa y suave, mis pechos redondos y voluptuosos, mi cintura estrecha;  todo mi cuerpo se fue despertando para recibirte.

 A nuestra boda sólo fueron unos cuantos. Todos pensaban que estaba loca por querer atar lo que es libre por naturaleza. A mí no me importo renunciar a mi familia por ti. Mi madre lloró desconsolada mientras nos prometíamos como marido y mujer. La noche de bodas llevaste una botella de vino, tomaste un trago y lo vertiste directamente sobre mi boca, y me pediste que hiciera lo mismo. Comenzaste a besarme e impregnar con olor a madera vieja, frutos rojos y alcohol todo mi ser. Sentí un ligero ardor cuando depositaste un poco de aquello sobre mi sexo y comenzaste a saborearlo y degustarlo con calma y ansias. Exhaustos de ése intercambio de amor y comunión quedamos dormidos sobre sábanas húmedas.

El idílico amor duró poco más de tres años, cuando tus ausencias comenzaron a hacerse más frecuentes. Para entonces me habías convertido en madre en dos ocasiones, pero dentro de mí sabía que yo sólo vivía para ti, y tú para tu arte. Durante el siguiente par de años tú alejamiento creció, entonces yo me volví loca e intenté cualquier cosa para recuperar tu mirada: escenas de celos, amenazaba con quitarme la vida, con quitártela, con no dejarte ver nunca más a tus hijos que eran tu adoración, pero a cambio sólo recibí tu mirada burlona. Tardé mucho en aceptar que te habías enamorado de nuevo, tu corazón ya no me pertenecía. Había sido tolerante a tus muchos encuentros casuales pero éste era diferente. Me supe derrotada y no encontré ninguna otra razón para seguir. Una mañana desperté en una cama vacía donde no quedaba rastro de ningún ardor entonces tomé a los niños y me subí al primer tren que me llevara a Alicante donde el mar inmenso y la paz infinita nos esperaban.

Bajamos del tren y caminamos directo hacia la costa, al llegar pude sentir el agua rozando mis pies, tobillos y rodillas. Los niños daban brincos agarrados fuertemente de mi mano, jugaban con las olas. Lo único que me consolaba mientras el gigantesco azul iba envolviéndonos con sus aguas frías hasta tragarnos para siempre fue saber que el dolor de perder a tus hijos te calaría en cada uno de tus huesos.

No hay comentarios: