Fue
en el mes de Mayo cuando tus ojos tropezaron con los míos, el día que los
conocí fue el mismo que me perdí a mi misma. Tenía dieciocho años y ya estaba
en búsqueda de marido porque mi útero comenzaba a palpitar, ansioso de albergar
alguna criatura. No te voy a mentir, pensé que tendría un casamiento arreglado
con algún muchacho sencillo que me ofreciera un futuro modesto, alguien con
quien envejecer tranquilamente. Sin embargo, en el cielo ya se había trazado
algo muy distinto.
Atravesaste
el salón seguro de ti mismo, tomaste mi mano y sentí tu tacto áspero con olor a
tintas; me arrastraste al centro del baile. Tus pasos y los míos se volvieron
uno, podía sentir tu aliento en mi oreja y la verdad estabas más cerca de mí que lo permitido por
la moral en esos días, tanto que pude sentir tu sexo ensanchándose en mi muslo.
Era la primera vez que tenía un contacto así, las piernas me temblaban y sino
fuera por lo fuerte que me sujetabas seguramente me hubiera ido de bruces hasta
el suelo. Al terminar la canción, me soltaste rápidamente, inclinaste la cabeza
y rozaste con tus labios mi mejilla susurrando un gracias mientras te alejabas,
dejándome apenas con el tiempo suficiente
para recuperar el equilibrio. Yo me quedé con ganas de más, ése fue el
problema, yo siempre quise más de ti y tú te diste muy poco.
No
tarde en saber quién eras, las muchas mujeres que habían pasado por tus
sábanas, eras un artista y yo ignorante de tu profesión no entendí a qué se
refería la palabra; los años me fueron enseñando que eras la pasión, el extremo
de fusión y lejanía, inestabilidad, capricho e insolencia, pero así y todo te
amé con cada una de mis células, tejidos, músculos y sentidos. Te busqué hasta
encontrarte y entonces me vendí como la mejor de las mujeres, aquélla que estaría
siempre para ti respetando tus espacios sin ningún reclamo, tú me creíste y te
juró que yo también.
Comenzaste
a visitarme cada sábado con el permiso de mis padres pero poco a poco aprendí a
mentirles para poder pasar más tiempo en
tu compañía. Todas las noches se convirtieron en visitas al bar, ésa pocilga,
dónde tú y otros virtuosos se reunían para hablar del comunismo y otras
barbaridades que aunque entendía me parecían nimiedades. El olor a puro teñía
mis ropas mareándome hasta el punto donde lo único que me interesaba era mirar
tus ojos enmarcados con gruesos lentes; y escuchar el sonido que salía de tus
labios delgados pero perfectamente delineados. Cuando la velada me parecía
insoportable y el lugar se encontraba
casi desierto, me colgaba a tu cuello, entonces
tú me decías, ¡Quieta niña! y yo te suplicaba que nos fuéramos a estar
solos, a comunicarnos a través del alma. Te despedías solemne de tus colegas
envueltos en sus trajes de artistas y nos íbamos.
Al
llegar a casa me veía al espejo y no me reconocía, porque tú mirada le dio
nombre de atributos a todo lo que me conformaba como mujer. Mis ojos me
parecieron de pronto profundos y llenos de luz, mi piel tersa y suave, mis pechos redondos y
voluptuosos, mi cintura estrecha; todo
mi cuerpo se fue despertando para recibirte.
A nuestra boda sólo fueron unos cuantos. Todos
pensaban que estaba loca por querer atar lo que es libre por naturaleza. A mí
no me importo renunciar a mi familia por ti. Mi madre lloró desconsolada
mientras nos prometíamos como marido y mujer. La noche de bodas llevaste una
botella de vino, tomaste un trago y lo vertiste directamente sobre mi boca, y
me pediste que hiciera lo mismo. Comenzaste a besarme e impregnar con olor a
madera vieja, frutos rojos y alcohol todo mi ser. Sentí un ligero ardor cuando
depositaste un poco de aquello sobre mi sexo y comenzaste a saborearlo y
degustarlo con calma y ansias. Exhaustos de ése intercambio de amor y comunión
quedamos dormidos sobre sábanas húmedas.
El
idílico amor duró poco más de tres años, cuando tus ausencias comenzaron a
hacerse más frecuentes. Para entonces me habías convertido en madre en dos
ocasiones, pero dentro de mí sabía que yo sólo vivía para ti, y tú para tu
arte. Durante el siguiente par de años tú alejamiento creció, entonces yo me
volví loca e intenté cualquier cosa para recuperar tu mirada: escenas de celos,
amenazaba con quitarme la vida, con quitártela, con no dejarte ver nunca más a
tus hijos que eran tu adoración, pero a cambio sólo recibí tu mirada burlona. Tardé
mucho en aceptar que te habías enamorado de nuevo, tu corazón ya no me
pertenecía. Había sido tolerante a tus muchos encuentros casuales pero éste era
diferente. Me supe derrotada y no encontré ninguna otra razón para seguir. Una
mañana desperté en una cama vacía donde no quedaba rastro de ningún ardor
entonces tomé a los niños y me subí al primer tren que me llevara a Alicante
donde el mar inmenso y la paz infinita nos esperaban.
Bajamos
del tren y caminamos directo hacia la costa, al llegar pude sentir el agua
rozando mis pies, tobillos y rodillas. Los niños daban brincos agarrados
fuertemente de mi mano, jugaban con las olas. Lo único que me consolaba
mientras el gigantesco azul iba envolviéndonos con sus aguas frías hasta
tragarnos para siempre fue saber que el dolor de perder a tus hijos te calaría
en cada uno de tus huesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario